Fuente: Rolling Stone
¿Sonar más fuerte es mejor? No necesariamente, en contra de lo que muchos pueden llegar a pensar.
A mediados de los años 60, la industria de la música se encontraba pasando por una revolución tecnológica: había ingenieros trabajando para los estudios más prestigiosos y su tarea era satisfacer las necesidades de sus artistas (tal como sucedió con EMI y The Beatles). Gracias a estas exigencias hoy en día podemos disfrutar de la música en estéreo, o de tecnologías como el Automatic Double Tracking —creado especialmente para John Lennon—, grabaciones en formato digital y un millón de cosas más. Pero fue cuestión de tiempo para que los artistas y las disqueras hicieran una pregunta con la que todo estuvo a punto de desmoronarse: ¿Podría sonar más fuerte?
Al principio, esta necesidad de darle un último toque al nivel de volumen general de las pistas no afectaba mucho la calidad de los productos, sino que permitía realizar una copia más fiel del archivo maestro, o master, y plasmarlo en vinilos a gran escala, trabajo que se le encomendaba al ingeniero de mastering. La cosa cambió por completo hacia finales de los años 80, cuando el CD comenzó a reemplazar masivamente a los vinilos en el mercado.
El formato digital permitía tener más flexibilidad en el rango dinámico de las canciones. El rango dinámico es la proporción entre las partes más fuertes y suaves en una pieza musical; piensa en la diferencia de potencia que existe cuando comparas una estrofa y un coro. Esto significa que virtualmente tenían más “espacio”, y los ingenieros podían aprovechar un par de decibeles más de volumen ya que no tenían una barrera física que les impidiera llegar a estos niveles, a diferencia de lo que sucedía con el vinilo. “El ruido del roce de la aguja con la superficie del vinilo (lo que se conoce como el noise floor) deja de existir y al desaparecer te da el espacio para tener más volumen”, comenta la ingeniera de mastering colombiana radicada en Holanda María Triana.
Rápidamente los consumidores, los directores de emisoras radiales y los mismos artistas comenzaron a notar la diferencia entre los fonogramas que eran tratados con nuevas herramientas, como los limitadores digitales y los que habían tenido un proceso de mastering de la “vieja escuela”. Los temas que habían sido tratados con los limitadores digitales eran mejor percibidos por la audiencia, gracias a un fenómeno psicoacústico, y era muy común que estas fueran las canciones que ocupaban los primeros puestos en las listas. Para finales de los 90, la limitación digital se había vuelto una práctica común en los estudios de todo el mundo, y al mercado comenzaron a llegar álbumes y sencillos con volúmenes muy altos y rangos dinámicos minúsculos, como el 'Californication' de los Red Hot Chilli Peppers o el 'Spaghetti Incident' de Guns N’ Roses.
A principios de los 2000 la guerra del volumen estaba en su punto álgido, la gran mayoría de artistas optaron por reventar sus tracks al mayor nivel posible, ya que esto le facilitaba mucho el trabajo a los DJ y productores radiales, porque se mantenía la energía entre las canciones de manera uniforme. Este tipo de tratamientos sonoros benefició mucho a géneros como el hip hop, el dancehall o la música urbana, ya que estos se gestaron bajo las nuevas herramientas que ofrecía el mundo digital.
Por otra parte, algunas bases de fans comenzaron a ofuscarse cuando vieron que sus canciones favoritas les ofrecían una mejor experiencia si no estaban tan limitadas en volumen. Esto sucedió particularmente con Metallica y su álbum de 2008, 'Death Magnetic', cuando los fans notaron una diferencia muy considerable entre la versión que había sido prensada en los CD y las versiones en Guitar Hero. La versión del CD presentaba distorsión y un volumen exagerado, mientras que en el videojuego las mezclas eran más espaciadas y sin artefactos de audio molestos, causando una conversación a nivel general sobre el volumen al que estaban llegando las pistas en ese momento.
“Existen estudios que hablan sobre la percepción del volumen y dicen que efectivamente sí nos gusta la música cuando es más fuerte porque sentimos que las frecuencias tienen un mejor balance, ya que escuchamos las frecuencias bajas con más claridad”, señala Triana. Pero limitar la música de tal manera hace que se pierdan detalles muy especiales de la producción, como la sutileza entre golpes de batería, el sonido de los platillos, la delicadeza de la voz, etc.
Muchas veces estas decisiones de convertir los tracks en archivos de audio completamente saturados no las toman los ingenieros de mezcla o mastering, sino que vienen como parte de una mala praxis desde más atrás en la cadena de producción. Así lo dice el ingeniero de mezcla y productor colombiano Kiko Castro: “Sonar duro es una decisión comercial y la mayoría de los consumidores sienten que más fuerte es mejor. Por eso se ha convertido en un estándar, y muchas veces el error comienza desde las primeras fases de producción”.
Al final, la guerra del sonido se convirtió en una pelea entre los artistas y agrupaciones que no se preocupaban por sonar de esa forma, y quienes preferían preservar la calidad de sus fonogramas. La cosa duró más o menos hasta comienzos de la década de 2010, cuando las plataformas de streaming y las ventas de álbumes digitales tomaron la delantera en el mercado de la música. Cada plataforma tiene un proceso diferente para tratar los audios que son subidos a través de complejos algoritmos que normalizan o nivelan las canciones para que los usuarios no tengan que soportar fluctuaciones de volumen cuando en su playlist hay un track de 1970 y luego una canción de EDM de 2013.
Para Maria Elisa Ayerbe, ingeniera ganadora del Latin Grammy, productora y compositora nominada a múltiples premios, la guerra del volumen surge como una cadena de mala praxis que va desde el artista, pasando por el productor, los ingenieros de mezcla y mastering, hasta el consumidor. “Cuando el CD se debilitó como formato, los sellos comenzaron a perder dinero debido al surgimiento del streaming, y con estas crisis, la industria buscó formas de realizar algunos procesos de manera más económica. La popularización del limitador digital hizo que en algunos casos se reemplazara por completo la labor del ingeniero de mastering”, comenta Ayerbe.
Abusar de este tipo de herramientas da como resultado una percepción del volumen más alta, sacrificando las diferencias de intensidad entre versos, puentes y coros, con el riesgo de que se generen distorsiones digitales desagradables para el oído.
Algunas plataformas de audio penalizan los tracks que superan cierto nivel de volumen, y estas automáticamente son atenuadas por el algoritmo, aunque perceptualmente la canción ya no suene tan fuerte, el daño a las dinámicas y sutilezas de la pieza de audio ya está hecho, y no hay vuelta atrás. “Esto cambió la forma en que oímos la música. La mayoría de personas hoy escuchan música con audífonos como los Earbuds, que tienen conos muy pequeños y son de baja calidad. No puedes esperar que audífonos así reproduzcan música híper limitada de una manera correcta”, comenta María Triana.
La tecnología de audio, su evolución y mal uso, terminaron creando lentamente un monstruo que será difícil de derrotar. Hacer que los consumidores y los artistas no exijan volúmenes estruendosos para la música es una tarea compleja que debe comenzar por los productores e ingenieros. Actualmente, asociaciones como la Audio Engineering Society han creado estándares para la distribución del audio digital, estableciendo métodos para medir el volumen adecuadamente y acercarse a estos niveles óptimos de escucha que predeterminan las plataformas de streaming. “Los ingenieros de mezcla quedaron completamente en medio del problema”, agrega Ayerbe.
“Cambiar lo que ha generado la guerra del sonido implicaría mucho más que replantear las plataformas, el método de producción y la forma de reproducción”, dice Castro. A fin de cuentas, la guerra del sonido es una causa perdida y se limita al buen (o mal) gusto del artista, el productor y el consumidor.
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