domingo, 3 de marzo de 2013

El enigma de David Bowie

El 8 de Enero –día de sus 66 cumpleaños– llegaba la primera gran noticia del año: Bowie tiene nuevo disco. En este reportaje repasamos su vida y su obra, desde el humano marciano hasta su largo adiós.
Por Darío Vico
Revista Rolling Stone

Escucha el nuevo disco de Bowie

Pese a la percepción que tenemos de un Bowie plenipotenciario e infalible desde hace más de medio siglo, le costó muchos años convertirse en esa estrella de David, que todos siguen ensimismados allá donde la lleve la deriva estelar, que hoy reconocemos en él. Incluso a mediados de los setenta era discutible que se hubiera convertido en el exalumno más conocido de la Ravens Wood School, una pequeña escuela en Keston, Londres, que con poco más de mil estudiantes había dado al mundo a Peter Frampton, con quien coincidió a principios de los sesenta y era tres cursos menor. Esa es la escuela, sí,en la que uno de sus amigos, George Underwood, le soltó un mandoble por un quítame allá esa novia que casi le deja tuerto, y que tras cuatro meses de convalecencia, derivó en ese famoso ojo pipa de color impreciso y que, sin mirar a ninguna parte, parece servirle no sólo para tener una visión privilegiada de lo que va a suceder en todo el mundo algunos momentos después, sino sobre todo para que todos lo veamos a través de él.

Bowie, es cierto, salió de aquel colegio determinado en convertirse en rockstar, pero le costó años de trabajos y esfuerzo. No hay que engañarse; el gran visionario llegó al principio tarde y a contrapié a casi todo. Su primer intento de travestismo fue como mod, pero en eso, en tratar de convertirse en el primer gran cantante de soul rubio y en dar el salto al gran charco para hacer bailar a los morenos, quien le dio esta vez una paliza fue Rod Stewart, que en aquellos momentos le podía haber quitado cualquier chica y cualquier contrato, y Rod ‘the mod’, por muy buena cintura que tuviera David según su mentor en la danza, Lindsay Kemp, hasta le habría dejado sentado de un regate.

El humano marciano 
Al fin y al cabo, el marciano David era un humano, como nosotros, a quien sólo alguien capaz de autoproclamarse más grande que Jesucristo sin crear una religión, John Lennon, le dio su primer gran y definitivo número 1, Fame, su gran éxito en Estados Unidos, en 1975. La primera canción de Bowie que se escuchó y bailó luego en Studio 54, lo que, conociéndole, suponemos que significó para él la confirmación definitiva de que había triunfado; ver a todos aquellos modelos, productores, proxenetas, dealers, suicidas, herederos millonarios y escritores de Rolling Stone, danzando al ritmo que él marcaba en la pista más exquisita del mundo, en una esquina de un barrio de Nueva York y un millón de kilómetros sobre la ciudad, suponía mucho más que cualquier cosa que hubiesen conseguido Ziggy, Aladino el Sensato, el mayor Tom y todos aquellos personajes que hasta aquel entonces habían sido más grandes que él mismo.

Bowie, a quien Joaquín Luqui, su gran mentor en España, consiguió que lo amaran como Bobi,no consiguió su primer número 1 interplanetario hasta los años 80, con Let’s Dance. Aquel, sí, fue el primer éxito que realmente trascendió a su leyenda y que todo el mundo, sin excepción, puede tararear, el disco que contiene las canciones que batallan cada día con las de Spandau Ballet, Phil Collins, Beatles y Stones en las emisoras. Bowie es, en realidad, el eterno desconocido más allá del público del rock. Una estrella más reconocible por su iconografía que por su obra. Un músico que, una década después de su ahora penúltimo álbum, y un tercio de siglo más tarde de su último éxito, sigue fascinando por esa persona que marca las reglas, las tendencias, la dirección hacia la que todos debemos mirar… para encontrarle encarnado en cualquier otro.

El vampiro de Berlín 
Porque el más increíble y extravagante de los superpoderes marcianos de Bowie es su capacidad para asimilar lo de los demás (Iggy Pop, Marc Bolan, Lou Reed, Brian Eno y muchos más fueron víctimas de su vampirismo) y transmitirlos a sus vástagos (Bunbury, Cobain, Billy Corgan y centenares más, reconocidos o no por su padre espiritual). ¿Tiene o ha tenido Bowie realmente un talento propio o su eterna habilidad ha sido la de vampirizar el de los demás y convertirlo en un maná que ha alimentado al rock en las cinco últimas décadas? Un enigma que hay que resolver...

En 1969, cuando llega por primera vez a las listas –tras siete años de intentarlo, en distintas encarnaciones– con Space Oddity, un tema muy oportunista concebido ante la fascinación por la carrera espacial, Bowie no subirá más allá del top 5, batido irremisiblemente por Thunderclap Newman (Something in the air), Amen Corner (Hello Susie) y The Family Dogg (A way of life), tres preciosas canciones que ni siquiera recordarás. La crítica, flipada por el personaje que había creado y que se presentaba en las entrevistas, y quizá hipnotizada tras mirarle fijamente al ojo mágico, se encargó de que sí recordaras a Bowie, por más que Space Oddity y los dos discos siguientes, The Man Who Sold The World (1970) y Hunky Dory (1971) vendieron moderadamente, aunque este último guardaba su primer hit que se merece realmente ese calificativo, Changes, su primera gran joya bailable, porque no hay que olvidar que Bowie ha sido siempre una estrella del rock que donde ha brillado con más fuerza es en el firmamento de las pistas de baile.

The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The Spiders from Mars (1972) es su gran triunfo. ¿O quizás es su gran fracaso? El misterio está ahí. Editado un año después de Electric Warrior y casi simultáneamente a The Slider, los dos grandes discos de T. Rex, no superó al primero (recipiente de Get It On y Jeepster) en éxito y casi empató con el segundo en contundencia y descubrimientos. Con la desventaja de que Bowie era aún un artista mimado por crítica y melómanos al que se le resistía el público de base, la verdadera militancia del pop, los fans, que adoraban a Marc Bolan. Si repasas películas de aquellos años, podrás ver las sesiones de tarde de los conciertos de T. Rex abarrotadas por preadolescentes enloquecidos mientras Bowie epata al público rockista ganado crítica a crítica en la prensa musical.

Bowie afiló sus dientes y decidió que tenía que morder en vena. Sucesivamente eligió las muy perforadas pero llenas de sabrosa sustancia venas de Lou Reed (para quien produjo Transformer) e Iggy Pop(ídem con The idiot) y trató de crear su propia versión de Bolan con Ian Hunter, a quien cedió su gran éxito con Mott the Hopple, All the young dudes. A distancia no cabe pensar otra cosa que el vampiro marciano estaba experimentando con ellos; ya no le bastaban los personajes que salían de su cabeza, sino que le resultaba mucho más productivo meterse en la testa y el alma de otros. Cierto es que todos salieron beneficiados: Bowie ganó densidad para sus futuros trabajos y una reputación de intocable; sus protegidos, una visión periférica que les ayudó a ver donde no alcanzaba su percepción.

Iconógrafo de sociedad 
Aladdin Sane (1973) y Diamond Dogs (1975) son sus discos de cimentación, estética y sonora. El primero posee una de las portadas más inspiradas e inspiradoras de la historia del rock, hasta el punto de que cuarenta años después de que se mostrara por primera vez en un escaparate, sigue siendo la imagen que muchos tienen asociada a Bowie como revulsivo contra una sociedad, una manera de ser y de estar. Por fin los adolescentes de todo el mundo se fijaron en David. Puede que no escucharan ninguna de sus canciones, pero querían ser como él. Aquella frase histórica de una Olvido/Alaska de 12 ó 13 años, “me gustaría ser chico para ser maricón”, aquel subidón de un infante Bernardo Bonezzi (Zombies) durante un viaje a Londres con sus padres, pasmado ante una tienda de discos, decidido a ser como Bowie aun antes de experimentar lo que era una erección, son ejemplos en esta galaxia muy, muy lejana como era aquel Madrid del tardofranquismo pop, de lo que significaba Bowie.

Los chicos y las chicas (quién podía diferenciarlos) se pintaban rayos en la cara que apuntaban directamente a su entrepierna, en forma de interrogante. Era el glam rock, la Tierra se había convertido en el planeta en el que todo brillaba, más allá de Vietnam y la presidencia Nixon, y Bowie era el embajador de todo aquello. Bueno, por encima de él estaban T. Rex, Slade, Gary Glitter y unos cuantos más. Pero no importaba. Bowie se había quedado en un bolsillo con todo el papel sobre el que se estampaban los salvoconductos hacia la eternidad.
¿DE DÓNDE SACA ESA VISIÓN PRIVILEGIADA SOBRE LO QUE VA A SUCEDER EN TODO EL MUNDO ALGUNOS MOMENTOS DESPUÉS?

Antes de Berlín estaba Nueva York. Como decíamos, Rod Stewart fue el primero en dar el salto, con Atlantic Crossing. Pero Rod era un chico de provincias, estuviera donde estuviera. No es que se aburriera en las discotecas, pero donde realmente disfrutaba de la tristeza post coitum tras acoplarse con unas cuantas modelos era en un pub irlandés cualquiera. Si Dylan hubiera llegado a Nueva York en 1975 se hubiera convertido en una estrella de la música disco. Pero el que llegó fue Bowie, y la ciudad era un refugio para la jet set bohemia de todo el planeta. Lennon le entregó las llaves de la ciudad y juntos compusieron Fame, un retrato de todo aquello. Justo después, John se retiró durante un lustro de la vida pública, dejándole su sitio al delgado duque blanco. Porque para David aquello significaba al fin tener todo aquello con lo que había soñado.

Rico y famoso 
Número 1 en Estados Unidos e Inglaterra simultáneamente, Bowie ya era rico y famoso, el dinero entraba a paletadas y todos querían saber hacia dónde miraba su ojo, que giraba enloquecidamente de Nueva York a Los Ángeles pasando por Philadelphia, donde se rumiaba el sonido de una nueva ciudad. Bowie se podía haber acostado con cualquier persona del planeta, incluidos Mao Tse Tung y Paul McCartney, de habérselo propuesto. Lo que nunca dijo Warhol es que los quince minutos de fama reglamentarios eran la exposición máxima recomendable antes de que ésta tuviera efectos determinantes sobre el organismo y la mente de un ser humano, sin ser testados sus efectos sobre un mutante como Bowie.

David tuvo tiempo de percibir el olor a quemado que surgía de su propio cerebro y se marchó de allí a toda leche. Atravesó el charco en sentido contrario, y cruzarse con un iceberg en el Atlántico y esquivarlo por centímetros fue beneficioso para que la temperatura de su córtex bajara un par de grados, lo suficiente para pensar con claridad. Quizá necesitara un ambiente más frío para templar y conservarse. En 1976, aún no lo había conseguido del todo, porque se posó prácticamente encima de donde la Wehrmacht había arrojado toneladas de bombas en suelo londinense marcándose lo que la prensa interpretó como un saludo nazi. Quizá simplemente estaba señalando con su brazo de veleta su siguiente destino, Berlín.

Bowie hizo el mismo viaje y con las mismas intenciones pero en sentido inverso que el inquilino de la prisión de Spandau, Rudolf Hess. No se arrojó en paracaídas pero supongo que no por falta de ganas. Fue su base de operaciones durante tres años, los mismos en los que se produjo la revolución punk. Grabó tres buenos discos, de una frialdad que rozaba con lo excéntrico, y aprovechó su proceso de desintoxicación de la fama y los tóxicos para pulir una imagen robótica que había copiado de Ralf y Florian, los C3PO & R2D2 con apariencia humana de Kraftwerk, cuyo legado saqueó sin piedad, así como el de otras bandas de krautrock como Neu y Cluster.

En el empeño le ayudó Brian Eno, un no músico que en cierta manera fue utilizado, y en cierta manera le utilizó a él para vengarse de Bryan Ferry, dandy arribista que le había expulsado de Roxy Music para quedarse con todo el protagonismo. Eno y Bowie fueron marioneta y ventrílocuo simultáneamente, mientras todos los demás mirábamos y escuchábamos verdaderamente fascinados...

Así, cuando Bowie regrese a una Inglaterra de la que se marchó como Juan sin Tierra, lo hará como Ricardo Corazón de León. Todos los hijos que engendró en la década anterior han superado la pubertad y le amenazan y honran en un glorioso complejo de Electra que les hace ansiar lo que pertenece a su progenitor: Gary Numan (Tubeway Army), David Sylvian (Japan), David Gahan (Depeche Mode) y decenas más son su semilla en las listas. Y hablan tanto de él que un disco mediocre, Scary Monsters (1980), le devuelve al número 1 de las listas. Justo antes, David se ha divorciado de su esposa y clon Angela, la madre de su hijo Duncan Zowie.

Sólo, instalado en el éxito sin apenas esfuerzo, glorificado por la crítica y el público, y sin mucho que hacer en una época en la que todo el mundo resulta más excesivo que él y, desde luego, carece del menor sentido del ridículo, Bowie se aburre como una mona, quizá por primera vez en toda su existencia.

Super, supermán 
Así que decide convertirse en una estrella de estadios y girar por todo el planeta, el mismo truco que empleó Dylan para no quedarse en casa y acabar tiroteado como Lennon. El circuito de grandes giras de los 80 era la mejor opción para que un músico se sintiera un dios y al mismo tiempo se humanizara. Un dios cercano no suscita tanto morbo para los asesinos en serie, los biógrafos de las estrellas y los fans locos como uno recluido en el misterio. Y al mismo tiempo, la melancolía y el aburrimiento de los aeropuertos, de las estaciones de tren, de las conexiones en autopullman, la camaradería con los iguales, que no lo son, que te acompañan en la gira, era algo taaaan Bowie que no pudo resistirse.

Cierto, tuvo que haberse retirado en 1983, porque es evidente de que ya todo lo que significaba ser Bowie, escribir canciones como Bowie, vestirse como Bowie y etc. ya no estaba a su alcance. La apuesta estaba demasiado alta con Adam Ant y Madonna en la tele. Pero al fin y al cabo, para alimentar una gira se necesitan canciones, y por mucho que sean los clásicos las que suenan en los bises, no bastan las de siempre. Y así surgió Let’s Dance. El disco de Bowie más escuchado jamás de los jamáses, el más exitoso de su carrera si nos atenemos a sus cifras y alcance, pero que sólo tiene ocho temas, de los que únicamente cinco son inéditos. Uno de ellos, el mejor sencillo, era una readaptación de Iggy (China Girl, muy cucamente apoyado en la edad de oro del videoclip por un semiescandaloso coito playero rodado en una playa australiana). Otro, una gran canción, Criminal World, de un grupo desconocido, los excelentes Metro de Peter Godwin, que invito a redescubrir. Lo más curioso es que Bowie, que en sus dos primeras décadas de carrera había demostrado ser un gran cantante de covers, dulcificaba los originales hasta extremos un poco vergonzosos, empeñado esta vez sin ambages en conseguir el éxito. Lo que, en los ochenta, no suponía ningún desdoro, ni le criticamos hoy. Simplemente reclamaba lo que era suyo.

La gira resultante, Serious Moonlight Tour, fue una de las más exitosas de una década de giras millonarias que dejaron poco para el recuerdo. Bowie disfrutó de su recién adquirida soledad sobre escenarios de todo el planeta y aquello le dio lo que necesitaba. Por primera vez, miraba al público cara a cara, con su ojo bueno, su ojo humano. En los años siguientes trató de repetir la jugada. Cada nueva gira, cada nuevo vídeo (el mayor exceso fue el de el entonces divino Julien Temple para Blue Jean) apuntaban hacia un vacío cósmico cada vez mayor, pero que se tapaba hasta sus bordes con billetes de libra, que a esas alturas ya debían llevar su efigie, y no la de Isabel II de Inglaterra.

El enigma de David Bowie

El largo adiós 
Sin embargo, Bowie fue perdiendo fuelle progresivamente a lo largo de la década de los 80 y decidió desaparecer con la estrategia oblicua (otro concepto robado a Eno) de estar siempre presente, siempre haciendo algo. Como una de esas proyecciones sobre una pantalla transparente que dan vida en algunos espectáculos de variedades a quien en realidad nunca estuvo ahí, los noventa son una década en la que Bowie esté siempre presente sin que nadie sepa a ciencia cierta qué estaba haciendo. Un extraño misterio: ¿Alguien recuerda alguna canción de Tin Machine, su sorprendente supergrupo de desconocidos, o cualquiera de sus proyectos de aquella época?

En realidad, las canciones de Bowie que todo el mundo tiene en la cabeza son las que vicariamente componen otros bajo el manto de su influencia, como las de Brett Anderson para Suede, un grupo que es una amalgama de diversas épocas de Bowie en lo estético y lo sonoro; Jarvis Cocker y Pulp, tres cuartas partes de lo mismo, y tantos otros más. En España, Bosé en sus discos más arriesgados, y Bunbury en los más evidentes, serán sus emisarios.

Mientras, su fantasma crecía y crecía avalado por los nuevos creyentes, Bowie se retiró a sus cuarteles de invierno eterno en compañía de Imán, la más sofisticada de las tops que jamás se hayan deslizado sobre una pasarela. Junto a ella, Bowie se fue apartando poco a poco de casi todo y se encerró literalmente en una torre de marfil. Un pequeño terremoto en su corazón le hizo bajarse de las tablas dicen que para no subirse más, pero con eso y con todo, la tentación de volver a hacer oír su voz, al menos por una última vez, ha sido demasiado fuerte. Algo habrá oteado con su ojo mágico en este mundo de tinieblas en el que vivimos que le habrá hecho volver.

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