Un anciano ciego de Estados Unidos, Paul Mawhinney, posee más de 14 millones de canciones. Y busca comprador. He aquí un apasionante relato de sacrificio y melomanía.
Merece la pena conocer la historia de un hombre que arranca con estas palabras: “Cuando alguien me hace una pregunta complicada sobre un disco, se me iluminan los ojos. De nuevo, me siento parte de la raza humana. Porque allá fuera, el mundo está muerto, nadie escucha. Pero todavía a unos pocos les importa la música. Y esos pocos vienen a mí. Hacen bien: yo sé de discos. Tengo tres millones en mi poder: dos millones de sencillos y un millón de álbumes. La colección de discos más grande del mundo”.
Paul Mawhinney nació en Pittsburgh (EE UU) hace 71 años y arrastra desde hace dos una ceguera total causada por la diabetes. La pasada semana, el periódico británico The Financial Times le cedió una columna entre sus páginas para un llamamiento desesperado: Paul quiere vender su colección de discos, la más grande del mundo, porque ya no se ve capaz de cuidarla con el mimo de siempre y siente que su final se acerca. No acepta compradores privados: “Quiero que los más de 14 millones de canciones que conforman la colección sean de acceso público. Para mí es importante que la conozcan las futuras generaciones. No es dinero, es historia”, dice de un tesoro tasado en 37 millones de euros, que él está dispuesto a traspasar por poco más de 2 millones.
Pero viajemos al germen de esta maravillosa historia. ¿Cómo se hace con tan gigantesco arsenal discográfico un comercial-vendedor de una empresa de papel, en una ciudad de gentes cálidas pero con escasa tradición musical? Con viajes y renuncias: “Compré mi primer disco a los 8 años,Jezebel, de Frankie Laine, pero todo despegó cuando cumplí los 30. Por esa época ya tenía 160.000 discos, y aprovechaba todos los viajes que hacía por Estados Unidos como vendedor para comprar unos cuantos más. También iba a los bares. En los años 70 muchos tenían máquinas de música. Ponían vinilos y cuando pasaban de moda los abandonaban en un almacén. Yo los compraba todos. Nunca ahorré dinero, nunca me fui de copas. Lo que me sobraba de pagar la casa y mantener a la familia, lo gastaba en música”.
Y llegó la decadencia del vinilo. Las emisoras de radio se pasaron al cd y vendían, por precios irrisorios, sus estanterías de discos obsoletos. Paul alquiló una furgoneta para alimentar su único vicio: “En un día bueno, me plantaba en una emisora de radio y salía con 5,000 discos bajo el brazo”. Insaciable. Demasiado para su esposa, que le exigió abrir una tienda de música o deshacerse de las cajas de discos que amontonaba por toda la casa. Evidentemente, Paul eligió lo primero. A principios de los ochenta, Record-Rama (su tienda) comenzó su andadura en Pittsburgh con un búnker subterráneo de 1,300 metros cuadrados, El Archivo, donde el coleccionista almacenaba la primera copia de todo trabajo discográfico que caía en sus manos. A la planta de arriba, la de venta al público, sólo iban a parar los discos repetidos.
“Aumenté la colección con picardía y ocurrencias. En los años 80, el sistema de distribución de discos cambió. Antes, las tiendas de discos devolvían a los distribuidores las copias que no vendían, y estos los llevaban al sello discográfico de turno. Pero entonces subieron los gastos de transporte y las compañías mandaban a la basura los discos que no interesaban. Una vez abrí una caja que un distribuidor iba a tirar: contenía dentro cien copias del primer disco de ZZ Top [ZZ Top’s first album, 1971]. Hoy cada ejemplar vale 150 euros”, escribe Paul en su columna del Financial Times.
Un vinilo inédito de los Rolling Stones o el primer disco plano, de 1881, son dos de las piezas más valoradas de esta colección, que a menudo ha despertado el interés de compradores sin materializarse finalmente la transacción. Uno de ellos fue la Librería del Congreso de Estados Unidos, que informó a este melómano invidente de más 70 años de un preciado dato que desconocía él mismo: Dos tercios de sus posesiones musicales no están disponibles ni en cd ni en la Red, por ningún precio.
En febrero de 2008, Record-Rama cerró sus puertas por los problemas de salud de Mawhinney. Sólo el sótano permanece activo: “Le dedico un rato todos los días. Actualizo la base de datos del ordenador. Me quedan 35,000 singles por catalogar”. Cosa de risa para alguien que inició este archivo digital cuando ni si quiera existía el ordenador personal. “Empecé a almacenar digitalmente mis propiedades, por título del álbum, autor y año, en los 70. Aún no se había inventado el PC, así que usaba una súper computadora más grande que mi propia casa. Me llevó años”, explica. Ahora, Mawhinney sigue esperando a que algún comprador haga una oferta por este legado histórico.
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