miércoles, 13 de agosto de 2014

Entrevista RS | Barry Gibb, el último Bee Gee


Fuente: Rolling Stone
Cambiaron la historia de la música y aún así les costó ganarse el respeto. Barry Gibb se sincera como nunca y cuenta la tragedia, el éxito y los monstruos de los Bee Gees.

Hace un par de diciembres, antes incluso de que se le ocurriera regresar a los escenarios tras 15 años, Barry Gibb estaba sentado en el sofá de su casa de Miami viendo las noticias cuando apareció el republicano John Boehner hablando sobre el abismo fiscal. Gibb estaba tumbado, con su perro Ploppy al lado. “Impuestos”, murmuró el ex Bee Gee. “Desde nuestros comienzos, he invertido el 40% de mis ingresos en una cuenta de impuestos. Todo el dinero que veo me pertenece”.

Linda, la esposa de Gibb, estaba en la habitación contigua, envolviendo una montaña de regalos navideños para sus cinco hijos y siete nietos. Pero Gibb no se sentía muy festivo. De hecho, estaba deprimido. Siete meses antes, su hermano menor, Robin, había fallecido tras una larga lucha contra el cáncer. Antes también murió Maurice, hermano gemelo de Robin, además de su otro hermano, Andy, y su padre, Hugh. “Todos los hombres de mi familia han desaparecido”, me dijo Gibb: “Los últimos meses han sido muy intensos”. De hecho, un equipo de televisión alemán fue a filmar una entrevista y el encuentro le dejó deshecho. “Se comportaron de una forma muy desagradable”, dijo. “Sostenían fotos en las que aparecíamos Robin y yo para ver si conseguían una reacción mía. No mostraron ninguna sensibilidad, acababa de perder a mis dos hermanos”.

Hace 35 años, Barry, Robin y Maurice Gibb –más conocidos como los Bee Gees– fueron el grupo más popular del mundo. Su banda sonora de la película Fiebre del sábado noche –el no va más de la música disco comercial– echó al Rumours de Fleetwood Mac del primer puesto de las listas de éxitos y permaneció en él los siguientes seis meses. Vendieron más de 200 millones de discos; como se dijo en la ceremonia de introducción en el Rock and Roll Hall of Fame, sólo Elvis, los Beatles, Garth Brooks, Michael Jackson y Paul McCartney vendieron más que ellos. Son el único grupo de la historia que ha compuesto, grabado y producido seis números 1 consecutivos. “No estábamos en las listas”, alardeó Maurice en una ocasión, “éramos las listas”.

Y de repente, tal que así, dejaron de serlo. EE UU decidió que la música disco apestaba y de la noche a la mañana los Gibb pasaron de ser iconos a convertirse en un chiste. Andy murió, luego Maurice. Ahora se acaba de marchar Robin; Barry es el único que queda. 

El cumpleaños de Robin y Maurice habría sido hace tres días, y Gibb estuvo revisando fotos de su niñez, seleccionando sus preferidas. “Nuestro grupo siempre recibió críticas sin que nadie nos conociera”, me contó. “Responderé a todas las preguntas que me hagas”.

Hicimos planes para volver a quedar dos días después. Pero aquella noche, al regresar al hotel, tenía un mensaje de Gibb.

Le llamé y le pregunté si se encontraba bien. “Estoy bien”, me dijo. “Pero no quiero continuar con esto. Me siento muy incómodo contando mi vida ahora. Sigo de duelo. Sigo intentando afrontar el hecho de que he perdido a todos mis hermanos. Es algo horrible para mí. Es verdaderamente horrible”.

“Me caes bien”, continuó, “y creo que yo a ti también. En otro momento lo haremos. Pero ahora mismo me siento demasiado frágil, voy paso a paso”. Dudó, buscando las palabras correctas. “No me siento entero”, dijo. “Rezo para que lo entiendas”. Después colgó.

Bee Gees. ¿En qué piensas cuando lees el nombre de esta banda? Seguramente, enFiebre del sábado noche y en Stayin’ alive. Trajes con pantalón de campana y estribillos con falsete. “Gran pelo, grandes dientes y medallones”, como dijo Barry una vez. (En 1988, los hermanos Gibb hablaron a Rolling Stone de Stayin’ alive: “Nos encantaría vestirla con un traje blanco, cadenas de oro y prenderle fuego”). Es posible que tengas una vaga conciencia de sus muy infravalorados comienzos, temas como To love somebody, que compusieron para Otis Redding (murió antes de poder grabarla), o Lonely days, que podría ser un tema extra de la cara B de Abbey road. Si no es por esto, permanecen congelados en 1978, eternamente señalando al cielo a 120 bpm.

Lo cual es una pena, porque en realidad, los Bee Gees han sido uno de los grupos más extraños, complicados y geniales en alcanzar el estrellato. Salieron de la nada, de un lugar remoto de Australia, para conquistar el mundo como adolescentes, luego lo perdieron todo y volvieron a hacerlo de nuevo. Como compositores, no tienen parangón: Michael Jackson declaró en una ocasión que la banda sonora deFiebre del sábado noche fue la inspiración para Thriller, y Bono ha declarado que su catálogo le pone “enfermo de envidia”, situándoles “arriba, junto a los Beatles”. 

Desde aquellos días en los que se dedicaban a armonizar en el instituto, los Gibb componían casi de forma telepática: Robin soltaba una letra y Barry tenía la melodía lista al momento. En una sola tarde, compusieron tres números 1. “Trabajamos mejor como un equipo”, explicó Robin en una ocasión.

Los Gibb eran como las patas en un trípode: si quitas una, las demás se caen. Eso hizo que las relaciones entre ellos siempre fueran del tipo amor-odio. En general, no se soportaban entre sí, pero tampoco estar alejados. Robin y Barry vivían en Miami separados por una casa y Maurice, tres bloques más lejos. Su éxito les consiguió una vida fabulosa –mansiones, coches, barcos, aviones– y, más tarde, de forma lenta pero inexorable, les acabó separando. Como explicó Robin no mucho antes de morir,“a veces, me pregunto si las tragedias que ha sufrido mi familia son el precio kármico que hemos pagado por la fama y la fortuna de los Bee Gees”.

Barry con sus hermanos en 1979 FOTO: Paul Popper / Popperphto / Getty Images

Para llegar a casa de Barry Gibb, hay que cruzar la carretera elevada Julia Tutle, una lengua de cemento de cinco kilómetros que conecta la península de Florida con la ostentación de Miami Beach. El puente está asegurado con vigas de acero reforzado y, cuando las cruzas a 80 km/h, llenan el interior del coche con un soniquete en bucle: chuckity-chuck, ch-chuckity-chuck. Si pasas de 80, el soniquete se convierte en ritmo funky.

Un día de enero de 1975, Gibb cruzaba el puente volviendo del estudio. Las cosas no iban bien. Los Bee Gees acababan de terminar un disco que el sello había rechazado y recorrían el circuito inglés de teatros que ofrecían cenas con espectáculo. Su amigo Eric Clapton les había sugerido que probaran Miami, donde podrían alquilar su vieja casa en el 461 de Ocean Boulevard y broncearse mientras preparaban su regreso. Esa noche oyeron aquel ritmo y escribieron una canción basada en él. A finales de aquel verano, Jive talkin era número 1, el primero de una serie épica de éxitos que se extendió durante cuatro años y ocho singles que ascendieron a lo más alto de las listas, una de las rachas más exitosas de la historia del pop.

Gibb, de 67 años, vive en un exclusivo enclave al norte de Miami Beach que llamanLa milla de los millonarios. Entre sus vecinos se encuentran el beisbolista Alex Rodríguez, Lil Wayne y varios jugadores de los Miami Heat cuyos nombres es incapaz de recordar. El lugar es extravagante: dos estatuas de leones a tamaño real guardan la entrada y en la parte de atrás descansa una pista reglamentaria de baloncesto.

Dentro, Gibb se encuentra viendo las noticias en la Fox. Está tan guapo como siempre: dientes de un blanco cegador, mandíbula rectilínea, largos mechones y barbilla de estrella de cine. Parece una versión más vieja del rey de Burger King. Su barba ralea un poco, pero ya es tarde para deshacerse de ella. “La barba relaja los músculos faciales”, dice, “así que no queda tan bien cuando te afeitas. Cada vez que veo a Brad Pitt con esa barba, pienso: ‘Córtatela antes de que sea demasiado tarde”.

Gibb dice que entonces no era consciente de ello, pero le digo que cuando nos conocimos estaba abatido. “Yo intentaba seguir como si nada hubiera pasado”, explica. “Pero no me sentía así. Estaba desorientado. No sabía qué iba a ser de mí. Cuando te ves de repente solo tras esos años, empiezas a cuestionarte la vida. ¿Qué sentido tiene?”.

Aquello duró más o menos un año y medio, hasta que dos personas consiguieron sacarle de ahí. La primera fue Linda. “Me echó del sofá”, dice Gibb. “Me dijo: ‘No puedes quedarte ahí sentado muriendo poco a poco. Tienes que continuar con tu vida”. La segunda persona fue Paul McCartney. Estaban hablando en los camerinos de Saturday night live “y le dije que no estaba seguro de cuánto tiempo podría continuar haciendo esto. Y Paul me dijo: ‘Bueno, ¿y a qué te vas a dedicar?’ En ese momento me dije: ‘Habrá que rehacerse”.

Así que, esta primavera, Gibb salió de gira por Norteamérica para dar seis conciertos, los primeros sin sus hermanos. Cada concierto le ha costado casi medio millón de euros, así que tendrá suerte si cubre gastos. Pero esa no es la cuestión.“Tengo que mantener viva esta música”, dice. “Antes de que mis hermanos fallecieran, nunca se me habría ocurrido hacerlo así. Pero éste es mi trabajo. Es importante que la gente recuerde estas canciones”.

Golpeado, atropellado. Cuando Barry nació en la isla de Man, al oeste de la costa inglesa, su hermana Lesley tenía casi dos años. Su padre dirigía una banda de música y su madre cuidaba de los niños. Casi no pasa de la niñez: a los 18 meses se tiró encima una tetera y se escaldó de tal forma que los médicos le dieron 20 minutos de vida. Pasó tres meses en el hospital. En los siguientes años se caería de un tejado, se dispararía en un ojo con una pistola de aire comprimido y le atropellaría un coche en dos ocasiones. “Yo era”, recuerda, “el típico chico al que siempre le atropellan los coches”.

El germen de los Bee Gees se gestaría unos años después, cuando nacieron los gemelos. Barry, de 3 años, permaneció impasible: su gata acababa de parir seis gatitos, ¿qué tenían de excepcional dos hijos? Una vez, cuando Robin empezó a llorar, Barry le rogó a su madre que lo devolviera.

Cuando Barry tenía 8 años, su familia se mudó a Manchester, en plena reconstrucción tras la guerra. Vivieron al lado de las ruinas de los bombardeos y comieron sándwiches de kétchup y caramelos robados. En las navidades, cuando tenía 9 años, su padre le compró una guitarra y Barry y sus hermanos empezaron a componer canciones. Poco después se mudarían a Australia, donde los chicos cantaban en las matinés de la RSL (acrónimo de la Liga de los Veteranos Combatientes). Dejaron el colegio cuando Barry tenía 15 años y los gemelos 13, y tras varios años de éxito local, decidieron que era momento de intentarlo en el Reino Unido.

Los Gibb llegaron en 1967, en el momento álgido del apogeo social y cultural en Londres, con Minis y faldas cortísimas a montones. (“Y las minifaldas eran realmente minis”, recuerda Gibb. “No como las de hoy: entonces, podías verlo todo”). Ficharon por la agencia de Brian Epstein y pronto consiguieron un par de éxitos (New York mining disaster 1941 y To love somebody). Gibb se hizo un habitual en Carnaby Street, se gastaba 1.500 libras [29.000 euros al cambio actual] en camisas como si se comprara un billete de metro. Se compró un Rolls-Royce, un Bentley y un Lamborghini; en una ocasión salió a la calle y vio que todos los coches aparcados en la calle eran suyos. (En defensa suya, Linda dice que “era una calle pequeña”).

De izda. a dcha: Robin, Barry y Maurice Gibb en 1967 FOTO: Rennie Ellis Photographic archive

Sin embargo, a pesar de todo su éxito, el grupo siempre tuvo problemas para ganarse el respeto de los demás. Hay una noche que Gibb recuerda especialmente. Estaba en el Speakeasy, club frecuentado por lo más cool del momento: Pete Townshend. Jimi Hendrix. Beatles y los Stones mezclados, John Lennon vestido igual que en la foto del Sgt. Pepper’s que se había hecho justo esa misma mañana. Tras unos whiskys con Coca Cola, Townshend se giró hacia Gibb y le preguntó: “¿Quieres conocer a John?”, y le condujo hasta Lennon.

“John”, dijo Townshend. “Éste es Barry Gibb, de los Bee Gees”.

“Qué pasa”, dijo Lennon, sin molestarse en darse la vuelta. Pasó una mano por encima de su hombro y le dio medio apretón de manos.

“Así que conocí a la espalda de John Lennon”, dice Gibb con una risa. “No llegué a conocer su parte delantera”.

En aquel momento, los grandes éxitos del grupo eran los que cantaba Robin, con su cristalino vibrato engrandeciendo sentidos lamentos como los de Massachusetts yHoliday. Pero sus grandes dientes y su bobalicona sonrisa no llegaban a la altura del aspecto de ídolo de matiné de Barry. “Puede que ‘resentimiento’ sea una palabra fuerte”, dice Gibb, “pero no inapropiada”. A medida que Barry ganaba protagonismo, sus peleas se intensificaron. En 1969, Robin abandonó el grupo.

Los meses posteriores fueron una época oscura para los Gibb. Robin publicó un disco en solitario que no fue tan bien como él esperaba. Maurice empezó a beber junto a Richard Burton y Ringo Starr. Barry se convirtió en un recluso, encerrándose en su piso londinense, donde disparaba balas de aire comprimido a sus candelabros. Un año y medio después los hermanos declararon una tregua y volvieron a reunirse. Como dijo Robin, “no hay diversión si estás solo”.

Por entonces, los Bee Gees ya habían dejado de ser el foco de atención, donde pasaron la siguiente media década. “Aquellos cinco años fueron un infierno”, dijo Barry una vez. “No hay nada peor que estar en medio del desierto del pop”. Luego vino “chuckity-chuck” y su regreso con Jive talkin’. En una sesión de grabación, ese año, Barry descubrió su falsete del millón de dólares y el grupo se sumó a las crecientes filas de un creciente movimiento llamado ‘disco’. “Creo que la guerra de Vietnam fue el detonante de todo aquello”, explica Barry. “La gente quería bailar”.

En primavera de 1977, los Bee Gees estaban pasando un triste y frío mes en el Château d’Hérouville –más conocido como el Honky château de Elton John– trabajando en lo que sería su siguiente disco, cuando recibieron una llamada de su mánager. Estaba produciendo una película sobre la música disco y necesitaba canciones para la banda sonora. Los hermanos le ofrecieron lo que tenían, y el resultado cambió la historia de la música pop.

La banda sonora de Fiebre del sábado noche vendió 15 millones de copias y ganó un Grammy al mejor disco del año. Las canciones eran ineludibles: cinco de ellas llegaron al número 1. Cuando su mánager les pidió un nuevo tema para otra película que estaba produciendo, también protagonizada por John Travolta, Barry compuso Grease, también número 1. De las 10 canciones más exitosas de 1978, la mitad eran de los hermanos Gibb. 

“Echando la vista atrás, fue una experiencia increíble”, dice Barry. “Pero hizo que nos volviéramos un poco locos. Recuerdo amenazas de muerte. Fans conduciendo por delante de nuestras casas con Stayin’ alive reventando. Soy una persona que valora la intimidad. No se me da bien la fama”.

Para su siguiente disco, los Bee Gees montaron una gira de 41 fechas. “Hicimos tres noches en el Madison Square Garden y una de ellas ni llegamos a acostarnos”, recuerda Gibb. “Todavía no sé cómo podíamos hacerlo. Supongo que son cosas de la juventud”. (Y probablemente de las drogas. Los Gibb siempre disfrutaron de las sustancias: Barry fumaba marihuana, a Robin le gustaban las pastillas y a Maurice el alcohol. Aunque se mantenían alejados de las drogas duras. “Allá por 1980 me tiré una semana entera esnifando cocaína”, recuerda Gibb. “Pero el problema con la cocaína…” –ríe– “¡es la propia cocaína! Tienes que esnifar cada media hora. Es mucho trabajo. Las anfetaminas duran seis horas. Y en aquella época”, dice con una sonrisa, “había unas anfetaminas buenísimas”).

Por entonces, Barry era la indiscutida estrella del grupo. Siempre había sido el líder: lo dijo George Martin, el productor de los Beatles: “Todo el mundo sabe que, de los tres, Barry es el hombre de las ideas, y cuando él habla abiertamente sobre ello, los otros suelen rebelarse”. Ahora, gracias al falsete de Barry, él también llevaba la voz cantante, y los celos volvieron a aflorar. Barry no quería que se repitiera lo de 1969, así que decidió dar un paso atrás y ser la voz principal en menos temas. Su falsete quedó abandonado en la cuneta. Renunció a aquello que les convirtió en superestrellas, por el bien de la familia. “La mejor época fue la de justo antes de la fama”, dice Gibb. “No podríamos haber estado más unidos. Estábamos pegados. Un año después comenzaron los excesos. La bebida, las pastillas. Los escenarios, los egos”. Ahí comenzó la competición, y con ella llegaría la separación. “Duró 45 años, hubo momentos que fueron los mejores de nuestras vidas”, dice. “Pero no volvió a ser tan dulce e inocente como en 1966”.

Gibb necesita ponerse de pie un rato. “Oh, mis vértebras”, dice, cogiéndose la espalda. “Hoy me duele todo”. Se gira a un lado y luego hacia el otro. “El movimiento es importante”. Da un paso. “Ay, ¡joder!”.

Estos días Gibb se levanta tarde, en general porque se queda despierto hasta tarde viendo Netflix. Se levanta de la cama sobre las 11 de la mañana y canta un poco para asegurarse de que su voz sigue allí. (El tema de ayer fue Blame it on the bossa nova). Desayuna y lee un rato –ahora mismo está con The sixth extinction, de la periodista medioambiental Elizabeth Kolbert– y luego pasa al salón, donde lee un poco más. Le gustan los temas que tratan sobre el fin del mundo, la pseudociencia en general (el triángulo de las Bermudas, alienígenas ancestrales y todo lo relativo al apocalipsis). “Yo me creo todas esas cosas sobre las que la gente suele reírse”, dice. “Es mucho más divertido que ser un escéptico”.

Después de comer, Gibb suele regresar al salón, donde juguetea con una de sus 50 guitarras, o a la biblioteca, para examinar su colección de primeras ediciones. Se hizo con un iPad en navidades, pero apenas lo ha usado: “Para mí, es como un reloj grande”. No tiene correo electrónico ni móvil, de vez en cuando le manda un fax a su abogado.

Hace unos años, puede que Gibb hubiera pasado la tarde cazando, pero dejó de hacerlo cuando empezó a afectar a sus oídos. Aún tiene pistolas del calibre 25 y 30 en un armario. No suele sacarlas: aprendió esa lección a las malas, cuando fue arrestado en 1968 en Londres después de perseguir a un acosador desde la puerta de su casa con un calibre 38 sin licencia. (Le pusieron una multa de 25 libras y le soltaron: “Aparte de poseer dos armas”, declaró el juez, “el único error que el señor Gibb ha cometido ha sido el de llevar un traje blanco a un juzgado”).

Por lo tanto, se puede decir que lleva un retiro bastante tranquilo. De vez en cuando aparece un fan en su puerta y, si Gibb no está muy ocupado, sale para saludar. Disfruta hablando con los fans. “Hace bien a tu corazón”, explica. “Hace que te des cuenta de que no todo el mundo lo odiaba”.

Tras el rechazo a la música disco de 1979, la carrera de los Bee Gees implosionó. Los Gibb volvieron a centrarse en la composición, escribiendo discos para Diana Ross o Barbra Streisand. Los hermanos también escribieron y produjeron Islands in the stream, el seminal dueto entre Kenny Rogers y Dolly Parton. “A largo plazo, nos dio credibilidad”, dice Gibb sobre su faceta de compositor. “Es lo que más nos gustaba hacer: escribir canciones que le gustaran a la gente y que fueran recordadas”.

Gibb siempre ha sentido el impulso, casi infantil, de buscar la aprobación de los demás. “Se puso de moda reírse de nosotros”, dice. “Cuando eres el centro de atención y la gente deja de querer que sigas siéndolo…”. Para. Respira. “Pero no ha dejado una cicatriz profunda. Subidas y bajadas”.

Ahora, en el ocaso de su vida, Gibb se encuentra rodeado de fantasmas. No literalmente, aunque tuvo algunos encuentros en Inglaterra hace años. En sentido más figurado, en las docenas de fotos que cubren sus paredes. La mayor parte de la familia. Pero otras son de amigos desparecidos, como Michael Jackson, que fue padrino de uno de sus hijos.

“Cuando venía a Miami se alojaba en casa”, dice Gibb. “Se sentaba en la cocina y veía por la tele a los fans nerviosos en la puerta de su hotel. “Vivió en la planta de arriba durante una temporada, justo después de su juicio por abusos infantiles. Nunca hablamos sobre ello”, dice Gibb. “Sólo nos sentábamos y componíamos y nos emborrachábamos. A Michael le encantaba el vino: algunas noches nos quedábamos a dormir en el suelo”. Gibb asiente mirando a un punto en la alfombra a unos centímetros de distancia. “Cada vez que veo ese suelo, me acuerdo de aquello”.

Pero el mayor fantasma con el que Gibb convive es el de su propio pasado. “Aún me veo como un adolescente”, dice. “Dejo apagada la luz del espejo del baño para poder imaginarme como un chico y no verme como soy ahora mismo. Eso ayuda”.

Barry Gibb en 1970 FOTO: NEWS LTD / NEWSPIC / REX USA

Una noche en casa, Linda hace la cena: asado de cerdo, puré de patatas y cortezas escocesas. “Gracias, amor”, le arrulla Gibb cuando le trae una taza con sake templado. (Es lo único que bebe: “Tan fuerte como el whisky pero sin resacas”). Linda, una morena cautivadora, tiene el físico y el profundo bronceado que esperarías encontrar en alguien que lleva 37 años viviendo en Miami. Un libro infantil de los Bee Gees de 1983 retrataba a Gibb como un león de cartón y a ella como a una pantera sexy, y no estaba desencaminado.

Se conocieron en Top of the pops en 1967. Linda, que entonces tenía 17 años, era Miss Edimburgo y Barry, de 21, tenía el tema que reinaba en las listas de la nación. “Nuestras miradas se cruzaron y ahí empezó todo”, cuenta él. La invitó a un café en el bar de la BBC, y tuvieron su primer encuentro íntimo aquella misma tarde en la cabina de teléfono del Dr. Who. Se casaron el 1 de septiembre: el cumpleaños de Barry, para que no se le olvidara. “Ya me había divertido”, dice. “Quería formar una familia”. Llevan 44 años casados y aún flirtean como dos adolescentes. “Ambos hemos tenido tentaciones”, dice Gibb. “Ella fue –y sigue siendo– una chica preciosa, y en los 70 siempre encontraba a alguien dispuesto. Ambos hemos disfrutado de la atención de otros, pero nunca nos lo tomamos en serio”.

Linda está a punto de sacar el postre cuando habla sobre Andy, el hermano pequeño de los Gibb. “Pobre Andy”, dice. “Oh”, dice Barry, afligido, “mejor será que no hablemos de ello”. Andy fue el primer hermano que Gibb perdió y sigue siendo la pérdida que más le duele. “Éramos como gemelos”, recuerda. “La misma voz, los mismos intereses, la misma marca de nacimiento”. Barry le dio a Andy su primera guitarra cuando cumplió 12 años. Cuando Andy creció, quiso ser como Barry.

Andy tuvo un puñado de éxitos a finales de los 70, casi todos compuestos por Barry. Pero se hizo adicto a la cocaína y a los Quaaludes. Acabaría desintoxicándose, pero el daño estaba hecho. Murió en 1988 por una inflamación coronaria causada por losabusos de drogas, cinco días antes de su 30 cumpleaños. Barry quedó devastado. “El momento más triste de toda mi vida”, dijo. Aún hoy se siente culpable por haberle empujado al mundo del espectáculo. “Le habría ido mejor haciendo cualquier otra cosa”, dice Gibb. “Era muy dulce”.

Maurice fue el siguiente en desaparecer, en 2003. Había tenido problemas con el alcohol –a finales de los 70 tenía que recorrer la pared con la mano para poder subir al escenario–. Se desintoxicó en los 90, pero murió de un ataque al corazón a los 53 años, sin duda consecuencia de toda una vida de alcoholismo. 

“Con Andy era fácil verlo venir”, dice Gibb. “Pero la muerte de Maurice supuso un shock”. En un primer momento, Barry y Robin dijeron que continuarían como los Bee Gees, pero dieron marcha atrás: “No era lo mismo. No queríamos seguir siendo los Bee Gees sin Mo”. Los únicos dos hermanos que quedaron eran los únicos que nunca se habían llevado bien. Robin y Barry intentaron organizar un concierto tributo para Maurice, pero ni siquiera pudieron ponerse de acuerdo en eso. 

En febrero de 2012, Gibb dio su primer concierto en solitario. “Rezo por Rob”, le dijo a sus fans. En aquel momento, a Robin lo trataban con quimioterapia. Barry fue a visitarle a Londres, donde Robin le dijo que le quería. Seis semanas después, falleció.

Gibb dice que en relación con sus hermanos, lo único de lo que se arrepiente “es de que al final no fuimos grandes amigos. Siempre encontrábamos una razón para discutir. Andy se fue a L.A. porque quería llevar su carrera en solitario. Maurice se fue también, y no nos llevábamos muy bien. Robin y yo funcionábamos musicalmente, pero no a ningún otro nivel. Éramos hermanos, pero nunca fuimos amigos”.

“Hubo demasiados malos momentos y pocos buenos”, dice al final. “Más de los buenos habría sido maravilloso”.

La primera vez que perdió a sus hermanos –allá por 1969–, Gibb estuvo un año y medio sin actuar. Ahora que ha vuelto a la carretera, se lleva a su familia consigo. Su hijo Stephen toca la guitarra, y Samantha, la hija de Maurice, canta. Gibb sigue tocando canciones de los Bee Gees, excepto las que cantaba Robin, por respeto. También quiere grabar un nuevo disco. Sigue teniendo una grabadora en su mesilla por si se le ocurre una idea en mitad de la noche. “Tengo la casa llena de trozos de papel con canciones”, dice. “Están ahí y me hacen guiños cada vez que paso a su lado”.

Barry y Linda junto a sus cinco hijos en abril. FOTO: Therese Gibb

Gibb piensa mucho en la muerte. “Pero no le tengo miedo”, dice. Sabe que sus días de intérprete están contados. “No acabaré cantando en ningún casino: soy incapaz de hacer eso”.

Cuando le llegue su momento, todo lo que pide es que sea “jodidamente rápido. Un ataque al corazón sería ideal”, dice riendo. “Justo en el medio de Stayin’ alive”. Sabe que su momento se va acercando. “He hecho una lista de cosas que me gustaría hacer antes de morir”, explica. Le gustaría tener un éxito más (“¿Y a quién no?”). Y le gustaría ver el interior de un submarino atómico. “No sé por qué”, dice. “Hay que seguir teniendo pequeños sueños”. 

Gibb no tiene una opinión clara sobre lo que hay después de la muerte. “Cuando la gente me dice: ‘Tus hermanos están ahí arriba sonriéndote”, dice. “No sé si es verdad. Si fuera cierto, un día volveré a estar otra vez con ellos. Y ellos me dirán: ‘¿Por qué has tardado tanto?”.

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