Fuente: Rolling Stone
Se reeditan los discos de la etapa más fértil del músico, cuando grababa para Apple Records. Allí encontrarás más –y menos– de lo que imaginabas. El “beatle tranquilo” tenía más púas que un puercoespín.
1971. Con los Beatles ya desintegrados, George Harrison lleva ventaja a sus compañeros. Ya cuenta con dos elepés a su nombre, ambos atípicos: La orientalista banda sonora de Wonderwall y su precoz inmersión en el sintetizador (Electronic sound).En los círculos musicales, es considerado un MVP, un colega valioso, y se le requiere como guitarrista: Paladeando un relativo anonimato, se ha incorporado a la caravana de gitanos que son Delaney & Bonnie and Friends. Se desenvuelve bien como productor de Jackie Lomax, amigo de Liverpool, o de artistas soul tipo Billy Preston y Doris Troy. Hasta ha colocado en las listas los cánticos del Radha Krishna Temple.
Sobre todo, George quiere dejar atrás a los Beatles. Ningún cariño por el grupo: Lo considera más un castigo que una parte de su identidad. El doloroso ninguneo al que ha sido sometido allí, especialmente por parte de Paul, le ha permitido acumular un buen stock de canciones inéditas, que van a engrosar lo que será todo un triple álbum, All things must pass(1970). Lleva el subidón de autoestima derivado de que Bob Dylan le trata de igual a igual: Han compuesto temas juntos.
Y sin embargo, todo se va al carajo a lo largo de los años setenta. Harrison sale con mucha fuerza pero no mantiene su impulso. Tiene un estilo reconocible, entre el pop y el góspel, con una voz implorante, todo iluminado por una guitarra altamente melódica, incluso cuando usa la slide. Pero le falta confianza: Para desesperación de compañeros e ingenieros, repite tomas hasta la extenuación.
Descubre que no le llena el directo y, lo que es peor, desprecia a su público: Los fans son sucios, groseros, nada evolucionados en lo espiritual. “Terminó el concierto y estaban recogiendo montañas de botellas, zapatos, abrigos, sostenes, basura. Había tanto humo de porro que te colocabas simplemente al respirar. Y me pregunté: ¿En verdad tengo algo en común con estas personas?”.
George Harrison con los Beatles en Abbey Road Studios, en el programa ‘Our World’ en 1967. ® David Magnus/REX
En 1976, cuando se saca el obligado The best of George Harrison, sus éxitos son tan escasos que EMI llena toda una cara con temas suyos extraídos del catálogo de los Beatles. Se ha ido quedando sin público, ha perdido el respeto de la industria. Diez años después de All things must pass, cuando muere Lennon, George está pasando por una experiencia humillante: A & M, la distribuidora de su sello particular, Dark Horse, ha rechazado lo que será Somewhere in England (1981), obligándole a presentar maquetas de nuevos temas que tengan gancho comercial. Típicamente, es el último en enterarse del asesinato: Le llaman todos, familiares y amigos, pero no lo oye; ha colocado el teléfono lejos de su dormitorio.
Es una perfecta metáfora de su aislamiento. Se ha enclaustrado en Friars Park, una mansión alucinante en la que cree tener todo lo que necesita, incluyendo uno de los primeros estudios británicos de 16 pistas. Sin embargo, el mundo no le deja solo. Sabemos que de los cuatro fue quien menos disfrutó de la beatlemanía pero, en los albores de los 70 no puede imaginar que el proceso de romper la relación contractual (y repartir los cuantiosos despojos) resultará tan prolongado, agonizante, cruel.
Hasta sus grandes hazañas se le vuelven en contra. Se podría afirmar que su campaña de ayuda a los refugiados de Bangladesh fue la más decisiva intervención política de un beatle: en 1971, como revelarían las “cintas de la Casa Blanca”, Nixon y su sicario Henry Kissinger pretenden dar una lección a la orgullosa India, incitando a Pakistán y China a atacarla, para provocar una guerra en dos frentes. Y de repente allí está Harrison en todas las emisoras, cantando a la tragedia de una región que nadie sabría situar en el mapa. Ya no pueden jugar a sus juegos bélicos.
George Harrison y Eric Clapton actuando en el ‘Concert for Bangladesh’ en el Madison Square Garden, NY, en 1971. © Bettmann/CORBIS
El Concert for Bangladesh (1971) crea el modelo de intervención humanitaria para el pop: El concierto benéfico, filmado y grabado. Sin embargo, nadie ha pensado en registrarlo como una asociación caritativa. Resultado: No les conceden exenciones fiscales y el propio Harrison termina pagando una millonada al computarse sus donaciones como ingresos por su trabajo.
Y ahí le duele. Ya en 1966, Harrison verbaliza su antipatía por los impuestos con su memorable Taxman, que reacciona contra los altísimos porcentajes implantados por el Partido Laborista. Generoso con causas cercanas a su corazón, especialmente las religiosas, hace todo lo posible para pagar lo mínimo al Estado. En 1973, ficha como mánager a Denis O’Brien, abogado y banquero estadounidense. Su especialidad: Evadir impuestos, con un laberinto de empresas que mueven el dinero entre paraísos fiscales.
En 1995, convencido de que O’Brien le está robando, Harrison le lleva a juicio y gana. Pero el sistema de defraudación resulta tan complejo que solo puede recuperar una fracción de los 12 millones de dólares reconocidos por la sentencia. Y sin embargo, ese Estado expropiador, al que tanto detesta, le salvará la vida: Son los servicios de emergencia los que evitan que se desangre a finales de 1999, acuchillado con saña por un loco que invade Friars Park.
Fotograma de ‘La vida de Brian’
Otra de las fobias de Harrison es el Cristianismo. Hipoteca su casa para que los de Monty Python puedan rodar La vida de Brian a finales de los setenta; si lo hubiera intentado en los tiempos actuales, con los medios ultra derechistas buscando gresca, fácilmente habría sido crucificado. De todos modos, el éxito de las aventuras de Brian le empuja a implicarse más en su productora cinematográfica, llamada HandMade Films. Una empresa que –suele ocurrir en el cine- se arruina en 1991. Descubre entonces una de las argucias de su mánager: Por contrato, se reparten los beneficios al 50% pero Harrison es responsable de TODAS las pérdidas.
Harrison despide a los empleados de HandMade mediante un fax. Otra muestra de su escasa empatía con la humanidad que le rodea, que ya conocen los trabajadores de Apple: En tiempos de crisis, cuando urge tomar alguna decisión, George responde a las ansiosas preguntas entonando algún mantra hinduista. Para un aspirante a la santidad, tiene un arte especial para putear a sus subordinados. Que conste que también puede ser agradable con desconocidos, como testimonian los que le reconocen en España, que visita de incógnito.
Pero su antipatía por el género humano le lleva a costosas batallas judiciales: Se empeña en impedir el derecho de paso en su residencia playera de Hawai; se siente “violado” por cualquiera que camine por su orilla del mar. Su misantropía se agudiza cuando se trata de periodistas. A diferencia de los astutos Lennon y McCartney, que cuentan con plumillas “consentidos” a los que pueden recurrir para entrevistas y libros favorecedores, no tiene aliados en el Cuarto Poder. Cuando en 1980 publica I, me, mine, una especie de autobiografía (inicialmente, sólo disponible en edición de ultralujo), se sirve del fiel Derek Taylor, jefe de prensa en Apple.
Así que toma decisiones comercialmente suicidas, como no promocionar Gone troppo (1982), despreciando el ABC de la mercadotecnia: Tú cedes un poco de tu precioso tiempo y los medios te dan gratuitamente páginas y minutos; a poco listo que seas, encima consigues retratos amables y puedes conquistar el cariño del gran público.
Aquí sí que le sirve la fama del “beatle tranquilo”. Mientras Ringo, Paul y no digamos John meten la pata constantemente, ante el fascinado horror del resto del planeta, Harrison pasa mayormente desapercibido. La prensa sensacionalista no sigue la pista del libro escrito por unas prostitutas high class de Hollywood, donde se detalla alguna peculiaridad sexual de George.
La modelo Pattie Boyd, esposa de George Harrison y de Eric Claption. ® Michael Ward/Getty Images
Tampoco se menciona su consumo de alcohol y cocaína en cantidades industriales. No se explora su fascinación por la Fórmula 1, que aparentemente chirría en su leyenda de hombre espiritual. O la insólita implicación en el Natural Law Party, una sospechosa ocurrencia del Maharishi Manesh Yogi: George incluso propone a Ringo y Paul que los tres se presenten como candidatos al Parlamento británico.
Dentro o fuera de los Beatles, los cuatro han llevado una animada vida sexual. Pero la de Harrison resulta más… retorcida. Para los anales de los usos amorosos del rock ha quedado su indiferencia ante el persistente cortejo que hace Eric Clapton a su mujer. Pero esta, Pattie Boyd, ya ha vivido complejos triángulos en Friars Park con amigas, o incluso con su hermana Paula; también Pattie ha probado con Ron Wood.
Aunque nada comparable con el terremoto que, hacia 1973, provoca George al informar a Ringo de que se ha enamorado de su esposa Maureen y que ella le corresponde. Es el momento en que aquella comedia de cuernos casi termina en tragedia. Tan gran pasión no dura mucho pero la infidelidad acaba con el matrimonio Starkey. Es algo más que cotilleo barato: El episodio muestra a Harrison ejerciendo una especie de derecho de pernada, al estilo de un señor medieval.
Entre paréntesis: Felizmente para su reputación, Harrison nunca ha sido triturado en público, al estilo del libro de 1988 de Albert Goldman sobre Lennon (o, menos sangrante, la biografía no autorizada de Chet Flippo sobre McCartney, también del 88). Tras su muerte, la viuda lanza la película hagiográfica Living in the material world (2011), que lleva la firma del Martin Scorsese más mercenario: Allí desaparecen las aristas del personaje, depurado mediante unos métodos (control del uso de las canciones, alteración de la verdad histórica, eliminación de bloques de años) perfeccionados por Yoko Ono.
Y eso que Harrison deja abundantes flancos al descubierto. Por ejemplo, su particular visión de la propiedad intelectual. En All things must pass, hay dos deslices: Primero, una felicitación de cumpleaños a Lennon (It’s Johnny’s birthday) que parte del Congratulations, de Cliff Richard; una tontería pero los autores amenazan y cobran.
George Harrison actuando en 1969. Está tocando “Lucy”, la Gibson Les Paul que le regaló Eric Clapton. ® Jan Persson/Redferns
Segundo, el gran parecido del super éxito My sweet lord con el He’s so fine, de las Chiffons, difundida en 1963. Aun aceptando la excusa harrisoniana (“una jugarreta del subconsciente”), flipas al pensar que ninguno de los presentes –incluso un productor con mentalidad enciclopédica, como Phil Spector– se atreve a advertir a George de los peligros del plagio. Así son las cosas en 1971: Un exbeatle está por encima del bien y del mal.
Pero no queda libre de tormentos judiciales. La demanda se arrastra a lo largo de la década de los setenta y mancha para siempre su momento de gloria. Muestra además la industria de la música en su faceta más rastrera: El antiguo gestor de los Beatles, Allen Klein, adquiere la editorial propietaria de He’s so fine, para sangrar mejor a Harrison y satisfacer su rencor; hasta el juez advierte la suciedad de la operación.
Aunque, en cuestión de rencores, Harrison tiene todo un máster. Digiere las maldades que suelta Lennon en sus famosas entrevistas a calzón quitado, ya que existe una hermandad subterránea entre ambos, fortalecida en las sesiones compartidas de LSD. Pero George no perdona a McCartney, por sus modos imperiosos cuando intenta alargar la vida de los Beatles y por el desprecio hacia su talento como autor. De hecho, en la pelea por los Beatles, Harrison llega a aceptar la prolongación si se reparten las tareas de composición entre los tres (no, Ringo no cuenta). Una solución democrática pero no mágica: Creedence Clearwater Revival se rompió tras hacer exactamente eso en Mardi Gras (1972).
De forma automática, hasta el final, George Harrison suele votar contra las sugerencias de McCartney en las juntas de propietarios de Apple Corps. Rechaza el título de The long and winding road para la monumental historia de los Beatles que desarrolla Neil Aspinall: ¡es una canción de Paul! Pactan finalmente un nombre anodino, Anthology.
También veta una y otra vez la publicación de Carnival of light, pieza experimental hecha por McCartney en 1967. “No son los Beatles”, argumenta, aunque lo mismo podría afirmarse de Revolution 9. Para Paul, Carnival of light es esencial, la evidencia central en su estrategia de presentarse, por lo menos en el esplendor de la contracultura, como el Beatle más abierto a las vanguardias. Respuesta de Harrison: “Avant-garde es cómo los franceses dicen caca de vaca”.
Estamos hablando, recuerden, del beatle que facilita la sátira más letal del grupo con su respaldo a The Rutles y el falso documental All you need is cash (1978). El beatle que finalmente rompe la intangibilidad de las grabaciones originales: Su amistad con Guy Laliberte, el dueño del Cirque du Soleil, allana el camino para Love (2006), un espectáculo para Las Vegas, basado en una reconstrucción radical de los masters, un mashup (injerto) finalmente realizado por Giles Martin, el hijo de George.
A Harrison no le sirven las soluciones profesionales de Macca: Huir hacia adelante, girar frecuentemente para conectar con las multitudes y reivindicar su relevancia. Es Clapton quién le empuja a la gira por Japón en 1991, tal vez recordando que la terapia del directo le ayudó en su batalla contra la heroína. Y Harrison cumple con los doce conciertos nipones pero ni modo de prolongarlo por el rico mercado que le está esperando: Estados Unidos.
George Harrison con su mujer Olivia, en 1978. ® AFP/Getty Images
Sólo muestra entusiasmo en The Traveling Wilburys, el supergrupo donde participan Bob Dylan, Tom Petty, Roy Orbison y el temible Jeff Lynne. Aquí sí que necesitaríamos la opinión experta de un psicoanalista: Harrison disfruta al estar en compañía de gigantes, diluyendo su responsabilidad. Prefiere que no haya grandes planes, más allá del puro deleite de crear música espontáneamente. Cuando se habla de ponerse on the road, George se echa atrás.
Asegura Olivia Arias, la viuda, que en sus últimos años Harrison logra su ambición: El carecer de ambiciones. ¿Seguía creyendo en el karma? Parece rondarle un espíritu maligno: El cáncer acaba con Maureen, Linda McCartney, Derek Taylor, hasta su querido Carl Perkins. Cuando le toca a él, sufre indignidades: Debilitado por el tratamiento, le visita un médico acompañado de su hijo. Quiere que la criatura toque para el moribundo. Cuando Harrison logra articular que necesita estar solo, el intruso le obliga a firmar en la guitarra del niño. Literalmente: La beatlemanía le persigue hasta el lecho de muerte.
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